Aunque hay buenos esfuerzos en el terreno educativo, aún son pocos, aislados e individuales. Hace falta una cultura de la inclusión por parte de la educación pública y privada.
Cuando Elizabeth y su familia volvieron a México tras siete años de vivir en Colombia, ella buscó una primaria para su hijo, al que se había llevado de 9 meses. Buscaba un plantel cerca de su hogar, con “mucho verde”, un precio accesible e inclusiva. Gabriel tiene síndrome de Down.
Las más céntricas, sin verde pero con costos más accesibles, se declararon incapaces de atender al niño así que Liz, mercadóloga de profesión, pensó que un sistema Montessori sería más abierto a la inclusión. “Todas me dijeron que sí eran inclusivas, pero de 10, en siete no hubo lugar”.
Al final, eligió Kalpilli Montessori, en la Ciudad de México, que cubría mejor la idea de la escuela que quería para su hijo. Hoy Gabriel tiene 13 años y está por terminar el sexto grado de primaria, tiene amigos, se muestra confiado y ha avanzado en su currícula como se esperaba. “Solo me gustaría que leyera un poco mejor”, cuenta Liz.
¡Vivan las diferencias!
Cuando una escuela se autodefine inclusiva, se refiere a la posibilidad de integrar en sus grupos regulares a niños con necesidades educativas especiales (NEE), en atención a alguna discapacidad física o cognitiva, para que aprendan juntos, según sus capacidades y retos de desarrollo.
En la práctica, las instituciones que se dicen inclusivas limitan sus cupos en función de cuotas (3 por cada grupo de 15, 1 en grupos de 10) o de padecimientos que les parecen más manejables y funcionales, para los que cuentan con personal, especialistas y espacios adecuados. Son un pequeño porcentaje del parque escolar, público y privado, del país.
Pero una escuela inclusiva “no pone requisitos de entrada ni mecanismos de selección o discriminación de ningún tipo”, señala Adriana Becerril, subdirectora académica de Koinobori.
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